La experiencia de Dios

La experiencia de Dios

SCOTT WOLTZE: DE DELINCUENTE A EXPERIMENTADOR DE DIOS


Scott se crió en una familia de origen católico, aunque de niño y adolescente la misa no tenía ningún significado para él. El ambiente en su casa y su familia era muy malo, conflictivo e inestable. Se sentía solo, todo le parecía absurdo y sin sentido. De niño recibió palizas y fue golpeado, y al crecer decidió que ya no se sometería a nadie, que sería duro y agresivo.

Se juntó con otros chicos y empezó su escalada de pequeños crímenes: vandalismo, peleas, robos. Sentía cierto placer en destruir cosas de desconocidos: ¡que vieran lo absurdo de la vida! El dolor y lo autodestructivo daban algún sentido a la existencia.

Con un cuchillo al rojo vivo se marcó dos heridas en el pecho: saber que las heridas sangraría al levantar pesos y hacer esfuerzos le parecía especialmente adecuado.
"Pensé que las quemaduras me endurecerían y taparían otros dolores más profundos", escribe.


Sus dos primeros atracos a bancos, con 18 años ya cumplidos, le hicieron sentir vivo y emocionado. El tercero, ya no: era banal. ¿Subiría la "dosis" de crimen para mantenerse estimulado? Más bien estaba pensando en dejarlo todo, quizá suicidarse.

Por suerte (así lo admite) un colega criminal se "chivó" a la policía de Portland a cambio de una recompensa y otros beneficios: les contó que Scott había atracado bancos en Washington. Y fueron a detenerlo. Al ver venir la policía, Scott tomó su rifle semiautomático de debajo de la cama. "No es que pensase disparar a la poli con él; simplemente, me daba la impresión de que era lo que se supone que un atracador de bancos debía hacer", recuerda. Pero una idea pasó por su mente, sorprendiéndole: "¡no quiero morir, soy joven!" Tiró el rifle y salió corriendo vestido solo con sus boxers. Le atraparon poco después.



Le enviaron a una de las prisiones más duras, de máxima seguridad, Clallam Bay. Se la consideraba una "escuela de gladiadores": entrabas duro, y salías feroz.El tenía claro que desde el primer momento debía mostrarse inflexible, sin miedo y digno de la confianza de los reclusos jefes. Los cobardes, los débiles y los abusadores sexuales enseguida pasaban a formar parte de la clase explotada, oprimida por los tipos duros, los "tíos de fiar". Y Scott, que no tenía miedo a nada y no tenía nada que perder, pronto entró en el círculo de los "tíos de fiar".


Empezó leyendo los Evangelios. Si Dios existía, quizá merecía que se le diese una oportunidad. Los Evangelios eran apasionantes, se leían con agilidad, "estaban como cargados de electricidad". El problema no es que fuesen verdad o no: es que eran impracticables. "¿Quién puede vivir esto?", pensaba el joven Scott.Perdón, paz, mansedumbre, paciencia, disponibilidad... ¡él, que había jurado no ser nunca más vulnerable, no ser débil! Scott paseaba por la prisión "meditando las dulces palabras de Jesús, con los puños cerrados listos para golpear al primero que se mostrase irrespetuoso conmigo".

La condena de Scott se acabó y salió de prisión. "Tienes 33 años, a ver si creces de una vez", se recriminaba a sí mismo. No le gustaba cómo trataba a la gente. Llevaba 12 años con cambios de novias, y sólo había encontrado más y más soledad. Pero en medio de la duerza de su corazón,de su manera de querer ser mejor y de su búsqueda de Dios,parece que Él le visitó.Según cuenta:

"Mientras giraba una esquina con mi cortacésped, de repente, toda mi persona resonó con una intervención divina. Una voz tranquila desplazó cualquier otro pensamiento y sensación, y clara y plenamente presente en mi mente, dijo: Te amo, y te perdono. Al terminar estas palabras, un inmenso amor que nunca creí posible ardió en mi pecho como un horno. Era un amor que consumía, pero a la vez era suave; lentamente se extendía de mi corazón a mi cabeza y hacia mis pies. Con ese amor, Dios colocaba en mi mente -como quien pone cosas en la estantería- dos convicciones. Primera: que quitaba el peso de mis hombros, la desconfianza, el cansancio y la fiereza del ex-presidiario. Segunda: la promesa, la intención de Dios, de restaurar en mí el niño que había sido 25 años antes. Dios me devolvía a mí mismo".

De esa experiencia mística, Scott saca la fuerza para decir que la promesa de Apocalipssis ("ya no habrá luto, ni llanto, ni dolor, las cosas viejas han pasado; yo todo lo hago nuevo"; capítulo 21) es cierta.

"A los que han sido víctimas de abuso, los que han perdido un niño, los que tienen el corazón herido, desesperado en la cautividad del pecado o la soledad... a todos les digo que el abrazo amoroso de Dios aniquila toda lágrima y dolor. Una vez has sentido ese abrazo, no necesitas una explicación de Dios. Él es bastante", asegura hoy.

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